Un niño mexicano pasa más de cuatro horas diarias viendo la televisión. Si al día se le restan las horas que está en la escuela, al menos 5, y las que duerme, por lo menos 8, eso nos da como resultado 7 horas, entre las que debe hacer la tarea, comer, bañarse y jugar. Y eso sin tomar en cuenta el tiempo que pasa frente a otros aparatos, como computadoras, tablets, teléfonos celulares y videojuegos.
Los mexicanos pasan demasiado tiempo frente a las pantallas, consumiendo contenido, que en su mayoría es de mala calidad y es producido con la única idea de apagar cerebros. Es así que, mientras en otros países la gente usa varias horas del día para leer o ejercitarse, los mexicanos leen menos de tres libros al año y son los más obesos del mundo.
Quizá eso explique por qué en México los niveles de vida, educativo y económico, vayan a la baja y sin posibilidad alguna de levantarse; la población está inmersa en una dinámica de entretenimiento barato y orientado a que ignore la situación real del país en que vive. Por esa razón, también buscan contenidos de risa falsa, lágrima fácil y nula reflexión.
Uno pensaría que en un país donde todo parecer ir mal, nadie quiere enterarse de las cosas que suceden. Para eso funcionan los programas de revista, las telenovelas, los chismes de la farándula y los noticiarios deportivos, en los que no importa lo que se diga, sino qué talla de calzones use la conductora en turno.
En México, la televisión es un miembro más de la familia, se sienta con los niños a comer, consuela a la esposa ignorada, entretiene a los abuelos abandonados y le da consejos de amor a las adolescentes calenturientas.
¿Para qué queremos entonces que haya escuelas, bibliotecas, parques o centros culturales? Nuestra amiga la televisión nos provee de todo, y vigila nuestros sueños cuando nos vamos a dormir.