El mundo está tan convulso últimamente que ya no entendemos si está bien ser gordo, flaco, enano, jirafón o extraterrestre. Tanta información en medios de comunicación nos ha confundido, al punto en que, ya no sabemos quiénes somos, y anhelamos ser verdaderos desconocidos en un planeta de ideales inalcanzables.
La obesidad es un problema de salud mundial, casi una epidemia que ahora afecta hasta a los más pequeños.
Además de los malos hábitos alimenticios, la comida procesada y la ausencia de disciplina deportiva, vivimos una especie de falta de amor por el ser humano mismo. Los medios nos han invadido de estándares absurdos, medidas no humanas en las que no encajamos, figuras ficticias a las que nos queremos parecer, pero que en el fondo son inalcanzables.
Se calcula que siete de cada mil mujeres en el mundo padecen anorexia, lo mismo que uno de cada mil hombres, que se enfrentan a un trastorno alimenticio derivado de la fuerza de los medios sobre nuestras cabezas.
Se sabe que al menos en el mundo occidental, una tendencia de la moda es reducir las tallas cada vez más, para alcanzar a las consumidoras asiáticas y cuyos cuerpos son mucho más reducidos que los de las latinas o las europeas.
Ese empuje mercadológico ha ido mucho más allá de las tiendas, instalándose en el cerebro de millones de jóvenes, que buscan a toda costa encajar en esas tallas, porque el sistema así lo demanda.
El mundo posmoderno se desborda hacia lados contrarios, por una parte la obesidad, que ya es un asunto imparable, y por otra los trastornos alimenticios, que distorsionan el imaginario colectivo del cuerpo humano.