El fanatismo siempre ha existido, pero se acentuó al acercarnos a la posmodernidad, cuando el hombre dejó algunas de sus horas como esclavo y empezó a tener tiempo para el ocio.
Fanáticos religiosos, fanáticos sexuales, fanáticos de un cantante, un culto o un estilo de vida. En la era de la información somos más tontos que nunca, porque seguimos modas, nos alocamos, queremos pertenecer, pero jamás cuestionamos el por qué.
La búsqueda de identidad empieza en la adolescencia y en muchos casos continúa en la vida adulta, como pensando que si seguimos a uno u otro seremos mejores, más felices o al menos un poco menos solitarios.
El problema de todo esto es que vivimos un mundo ausente de preguntas; las marcas, los personajes públicos, los medios de comunicación, todo nos obliga a convertirnos en seguidores ciegos de lo que quiere el sistema.
Y es que casi todo lo que hacemos en la era posmoderna carece de sentido, como si sólo siguiéramos una corriente de manipulación, destinada a liberarnos hasta el día de nuestra muerte.
Si comenzaras a hacerte preguntas como ¿por qué estudiar una carrera?, ¿por qué casarte?, ¿por qué ir a la iglesia los domingos? y ¿por qué encender la televisión cuando tu país juega el mundial de fútbol?, quizá encontrarías que no hay una razón real, es solamente lo que te dijeron que tenías que hacer y lo haces, básicamente, para que no te vean como bicho raro.
En pleno siglo XXI el ser humano está perdiendo la identidad. Pertenecer al mundo de la híper-conexión se ha vuelto un gol, un tesoro invaluable al que todos aspiran y por el cual luchan, sin importar que les cueste sacrificar sus existencias para lograrlo.