Uno no detesta la Navidad solamente porque sí, más allá de que es una época para las reuniones familiares, los reencuentros y los propósitos del año que llega, la corriente mercadotécnica nos empuja hacia un río de compromisos obligados, regalos costosos y muchas deudas que esperamos pagar al año siguiente, como una especie de penitencia de la que nadie escapa.
Todo sería más fácil si la Navidad realmente se tratara de compartir y estar juntos, pero en el mundo materialista en que vivimos, esta época trata más sobre cómo convencer a los demás con regalos costosos, que van a terminar en el fondo de un clóset porque valen lo mismo que un pedazo de carbón.
¿Cuánto vale tu cariño? No importa si todo el año te portaste bien, fuiste solidario, compartido o buena onda, si en Navidad no regalas marcas costosas, entonces seguramente eres un ojete. O al menos esa es la creencia.
Y luego de los regalos, el segundo problema en cuestión son los compromisos sociales. En esta temporada todo el mundo teme por las reuniones, ver quienes son “incómodos” y poner cara de noche de paz, noche de amor, con una hipocresía tan grande, como la cuenta de la tarjeta de crédito que va a llegar en enero.
A final de cuentas la Navidad es una mentira construida para el autoengaño. En realidad nadie quiere comprar, nadie quiere ver a nadie y todos queremos que ya termine este nefasto asunto.
Es fácil evadirse todo el año, escapar de las reuniones familiares, no contestar los mensajes de las tías chismosas, pasar por alto cumpleaños, santos y hasta funerales. Pero llegada la Navidad todo se complica, hay que hacer acto de presencia y poner algunos billetes en la mesa porque, además del “qué dirán”, la culpa siempre es un elemento que manipula y conmueve hipócritamente los corazones.
Bufandas feas, pavo rancio, pastores que tienen cara de aburridos; realmente no quieres ir. ¿Podría ser más triste y pusilánime la Navidad?